viernes, 19 de septiembre de 2014

Odile, el viento negro. Relato de la experiencia del huracán que nos pasó por encima

“Aquí en los Cabos nunca pasa nada” dijo con tranquilidad la anfitriona del hotel, “estará lloviendo todo el lunes y seguro que el martes sale el sol”. Con esa confianza comenzamos nuestras vacaciones el sábado por la tarde, sacando cosas de las maletas y haciendo el súper para alimentar durante una semana a la familia: mi suegra, 3 cuñadas, 2 concuños, 2 gemelas de 1 año, 4 niños, mi esposo y yo.

El sábado por la noche una circular nos avisó que el huracán había cambiado de categoría y que por ello al día siguiente nos reubicarían a otras habitaciones del hotel más seguras ¡ay qué lata, ya que acomodamos todo! Otra circular  llegó la mañana del domingo y nos pidió que dejáramos todo empacado y marcado en las tinas de la habitación y que nos presentáramos en un salón con nuestras identificaciones, una almohada y un cepillo de dientes porque durante el paso del huracán todos los huéspedes estaríamos reubicados en un sitio seguro dentro del inmueble. Yo miraba a la ventana y veía un mar calmo y un día nublado pero sin lluvia y pensaba: seguro tanta precaución es para evitarse demandas. Vamos a preguntarles –dijo una de mis cuñadas- si nos dejan quedarnos encerrados dentro de nuestras habitaciones. Tan tranquilas estábamos que tanta precaución nos parecía una exageración, pero bueno, había que obedecer por nuestra propia seguridad.

Ya listos para salir de la habitación, en un santiamén comenzó a llover fuerte. Salí con mis niños, el viento nos empujaba, a Inés la tiró; en el trayecto del cuarto al salón nos empapamos de pies a cabeza y permanecimos mojados prácticamente hasta el día siguiente. Eran apenas las 2 de la tarde, faltaban varias horas para que Odile tocara tierra.

El gerente general explicó que ese salón estaba certificado como refugio por Protección Civil y que no dejaría salir a nadie hasta que pasara por completo el huracán y un equipo evaluara que las condiciones eran seguras para regresar a las habitaciones. Me resigné: tendremos que pasar la noche aquí, pero seguro que mañana como a la 1 ya nos dejarán salir.  Cuando te advierten: se puede ir la luz, no habrá aire acondicionado y pasarán mucho calor, uno se imagina qué agobiante puede llegar a ser eso por unas horas, pero no te pasa por la cabeza cómo lo vas a soportar durante días.

La gran familia, con cunas para las gemelas, y con muchos otros huéspedes  fuimos ubicados en el corredor interno que conecta la zona de descarga con la cocina, un pasillo largo largo que exige luz artificial para poder ver, donde algo de viento corría,  tuvimos suerte, a otros les tocó en los pasillos de las oficinas o en los de las escaleras que eran muy sofocantes, y a los menos afortunados en el gran salón (refugio certificado) en donde a media noche se les cayó un pedazo de plafón de tablaroca encima. Allí nos pusieron camastros de la playa con colchonetas y toallas a manera de camitas.

Cerca de la hora en que el huracán comenzó a tocar tierra, el personal del hotel nos daba sándwiches, bebidas frías, toallas heladas para el calor, todos amables, sonrientes: aquí no va a pasar nada. Imagino que así habrá sido en el Titanic antes de hundirse mientras los pasajeros escuchaban música en el salón comedor. En ese momento estaba segura que nada malo nos iba a pasar y que al día siguiente por la tarde o por la noche comenzarían nuestras verdaderas vacaciones. Después de ésta experiencia me cuestiono si tener “mente positiva” no atenta contra la supervivencia.

Más tarde, mientras tapiaban todas las puertas de salida con madera una persona repetía: ya nadie va a salir al baño. Sentíamos cómo el viento cimbraba las puertas y escuchábamos cristalazos y golpes. Gracias a las medidas de seguridad del hotel –que yo había creído exageradas- nadie atestiguó escenas hollywoodenses: el viento levantando camas y refrigeradores por los aires, cosa que sí sucedió,  y nadie entró en pánico.

Cuando despertamos comenzaron las noticias de radio pasillo, no había comunicaciones y por supuesto no se sabía nada con certeza salvo que el huracán había sido devastador, el hotel estaba seriamente dañado y nadie podría salir de allí. Había 2 baños para unos 500 huéspedes confinados a los pasillos internos. A las 8, todos reunidos en el gran salón, mientras el gerente y su equipo nos informaban lo poco que sabían se cayó delante nuestro otro pedazo de tablaroca del techo, eso sí nos puso a temblar.

Pasamos un total de 3 noches y 4 días como refugiados en la parte interna del hotel, con acceso a un pequeño claustro con aire libre que estaba entre los baños públicos (rehabilitados posteriormente) y el gran salón que para entonces había dejado de ser un refugio certificado y se había convertido en zona prohibida. También podíamos tomar aire y sol en  la rampa del área de carga y descarga donde habían reubicado los camastros de todos los que la primera noche durmieron dentro del salón.

Dentro de los pasillos había goteras, unas chicas, otras grandes, llovía todo el tiempo. Gracias a esa bendita lluvia interna que fue recolectada por todos los recipientes que encontraron se pudieron jalar los escusados cuando nos anunciaron que la reserva de agua bajaba y que el agua potable estaría limitada a lavarse manos, cara y dientes.

Con el paso de las horas la vacación frustrada, la incomodidad de dormir bajo goteras, el calor, la aglomeración, las largas filas para comer, la falta de la higiene personal a la que uno está acostumbrado y todo lo incómodo que nos estaba pasando era la situación más afortunada de la región. Fuimos teniendo noticias de los saqueos, la rapiña, la falta de luz, agua, comida, gasolina, comunicación y casas destruidas ¡Estábamos en la gloria! En un lugar seguro, en donde nunca nos faltó agua y nuestras 3 comidas que, dicho sea de paso, siempre fueron muy sabrosas.

Con el paso de los días los otros huéspedes habían adquirido identidad: la familia de Puebla que siempre estaba elegante, los de Monterrey que nos ofrecían comida, los papás del infante que se duerme escuchando a los hombres G, el médico militar, el gringo anacoreta que sacó su colchón al claustro, los compadres que habían retirado el compadrazgo por haberlos llevado a vacacionar durante un huracán… Nos conocimos, conversamos, solidarizamos, nos compartíamos la poca información, generamos un extraño vínculo que nunca había sentido: el vínculo entre confinados.

Los verdaderos afectados por el huracán, el personal del hotel Fiesta Americana, siempre tuvo una actitud increíble: amables, positivos, serviciales, no exagero: heroicos. Tienen nuestro profundo agradecimiento y admiración. Esa distancia entre huésped y personal se fue acortado con el tiempo. Muchos de los huéspedes acabamos ayudándoles a trapear (tarea básica debido a las goteras perenes) a mover escombro, a cargar, a limpiar. Escuchamos sus cuitas, el no saber cómo estaba su casa y familia porque no habían podido salir del hotel o su preocupación porque sus parientes no tenían noticias de ellos ya que estábamos totalmente incomunicados. Varios nos llevamos a casa el encargo de hablar por teléfono con sus madres para que supieran que “estaban bien”.

Efectivamente el martes salió el sol y nos dieron permiso de ir unas horas a la playa, a un cuadrito de playa limitado por guardias y  bandas amarillas donde no llegaba el mar pero pasamos un par de horas felices haciendo castillos adornados con conchitas y donde habían cavado un hoyo de medio metro que se llenaba  cuando alguna ola potente llegaba hasta nosotros: un chapoteadero-arenero en el que nuestros hijos se aferraban a la felicidad de la vacación. Para cerrar la tarde con broche de oro nos bañamos con un chorrito de agua de lluvia que caía desde un desagüe del tejado, pero eso sí, con jabón y shampoo. Para entonces ya habíamos podido ir a recoger nuestras maletas para sacar ropa limpia y seca; y de paso ver con horror cómo había algunas habitaciones totalmente destruidas, la que estaba justo al lado de donde se iba a quedar mi suegra, por ejemplo.

Lo más difícil creo que fue la incomunicación y la incertidumbre ¿Cuándo vamos a poder salir de aquí? La información oficial era clara: afuera es más peligroso, incómodo e incierto. Aguántate. El miércoles llegaron noticias del puente aéreo, de maniobras militares para sacar a los turistas ¡todos a empacar, ya nos vamos! Después de unas horas de esperar junto a nuestro equipaje en el área de carga y descarga, seguía sin aparecer un puto camión para sacarnos de allí. ¡No por favor, una noche más aquí, NO!

A media tarde se restableció el teléfono y entró al hotel la llamada de mi cuñada quien, junto con el resto de nuestras familias, había estado explorando todas las opciones posibles para sacarnos de allí. Esta vez la información era segura: había que salir inmediatamente hacia el aeropuerto de San José en la camioneta que habíamos alquilado, habría un vuelo que nos sacaría de allí ¿a dónde? Quién sabe, a dónde sea.

Cuando el avión despegó rumbo a Guadalajara, no lo pude evitar: lloré y lloré. Todos los días de encierro había que guardar la calma para tener claridad mental, ayudar a mis hijos a interpretar la realidad de la mejor manera posible y no estresarlos, mantener una actitud positiva porque, aprendí leyendo a Viktor Frankl quien las pasó mucho peores, que uno tiene la libertad para decidir con qué actitud vivir las cosas; pero cuando me sentí libre… de verdad me quebré, allí se me vino toda la experiencia encima. Ahora toca digerirla.

Liz Espinosa Terán, 19 de Septiembre de 2014




lunes, 1 de septiembre de 2014

1801, año de sonatas, amores y sordera


Interpretar una sonata para piano de Beethoven es un reto técnico, en especial algunas como la No. 29 “Hammerklavier o la No. 32, última del ciclo; pero tocar 29 de las 32 sonatas en 6 conciertos consecutivos presentados en solo 4 días es una hazaña titánica para cualquier pianista. Rudolf Buchbinder, excelente intérprete austriaco, va a acometer el reto en el próximo Festival Internacional Cervantino.

Entre 1794 y 1799 Beethoven compuso sus primeras 13 sonatas para piano solo. Alrededor del año 1801 compuso 7; otras 6 más entre 1803 y 1810; y un último grupo de 6 sonatas tardías entre 1814 y 1822. Si componer una sola sonata es tarea que requiere un tiempo y energía nada despreciable, componer 7 en solo un año, además  de música para ballet, Die Geschöpfe des Prometheus; el quinteto de cuerdas Op. 29; un par de cuartetos vocales; el cuarteto de cuerdas en Fa y el inicio de su 2ª sinfonía nos puede dar una idea clara de la enorme cantidad de trabajo que sostuvo este genio creador durante 1801.

La curiosidad me llevó a buscar porqué habrá compuesto las sonatas Nos. 12 a 18 en un solo año, en qué circunstancia de vida y si ésta circunstancia habrá tenido algo que ver con su febril actividad creativa para el piano. Después de un clavado a sus cartas y biografías encontré que Beethoven tenía entonces 30 años de edad,  hacía casi 10 que había llegado a vivir a Viena y había hecho buenas migas con la aristocracia local, a tal grado que en 1800 el príncipe Karl Alois Lichnowsky le había otorgado una renta anual de 600 florines. Gozaba de reconocimiento social y artístico. Daba clases de piano a varias damas de la alta sociedad y a alumnos de alto rendimiento como Karl Czerny, a quien recordamos, los que estudiamos piano, porque creó todo un método de técnica pianística.

En la época en que Beethoven vivió había en Viena más o menos unos 300 pianistas que competían entre sí y se ganaban la vida enseñando a más de 6000 estudiantes de piano en la ciudad. En Junio de ese fructífero año escribió a Franz Gerhard Wegeler, su amigo íntimo y biógrafo: “Mis composiciones me producen mucho, y puedo decir que tengo más encargos de los que puedo cumplir. Por cada obra, si me interesa, tengo seis o siete editores, incluso más aún: no se discute conmigo, yo fijo un precio y se me paga”. En estas condiciones componer sonatas para piano, el instrumento preferido del siglo XIX, habrá sido una buena estrategia financiera.

Ese otoño estuvo enamorado de una condesita italiana más coqueta que comprometida, Giulietta Guicciardi. A ella le dedicó la famosa Sonata No. 14  “Claro de Luna”. Él prácticamente le doblaba la edad, era su maestro de piano, se sentía correspondido de una manera en que realmente nunca lo fué, tanto que escribió en Noviembre a Wegeler: “Es la primera vez que creo que el matrimonio me puede hacer feliz; por desgracia, ella no es de mi clase social, y ahora, a decir verdad, no podría casarme; debo realizar una dura labor”. ¿Una dura labor para salvar los impedimentos sociales y conseguir una posición que le permitiera desposar a una aristócrata?

De mayor impacto en la vida de Beethoven, dicen algunos biógrafos, fue la relación íntima que tuvo con una condesa casada, Josefina Brunsvik, “Pepi” para los cuates, de quien se especula fue la famosa “amada inmortal” y hasta madre de una hija ilegítima del compositor, nadie lo sabe con certeza. Lo que es seguro es que las Sonatas de 1801 fueron leídas y juzgadas primero por Pepi y luego por los editores, sobre ellas se conserva una carta a su hermana Teresa en donde dice respecto de las No. 16 “La Coja” y No. 17 “La Tempestad”: “Estas obras reducen a la nada todo lo que ha sido escrito anteriormente”. Un juicio que años después compartirían los estudiosos sobre el repertorio de Beethoven quienes sitúan estas piezas, específicamente a partir de la Sonata No. 15 “La Pastoral”,  dentro de su segundo periodo estilístico, en el cuál se liberó de ciertos cánones clásicos y encontró una voz más personal, situada en el estilo del romanticismo temprano del cuál se convertiría en ícono.

No todo fue miel sobre hojas de papel pautado, 1801 fue un año marcado por la enfermedad y la creciente sordera: “Desde hace 3 años mi oído está cada vez más débil. Esto debe venir de mi enfermedad intestinal, que ya padecía antes, pero que ha empeorado mucho, pues estoy continuamente molesto por las diarreas y, por consiguiente, muy débil” escribió en una carta. Ni los aceites de almendra, ni los tés, ni los baños templados en el Danubio que le recetaron pudieron detener el deterioro y él se aisló cada vez más refugiándose en su trabajo.

¿El trabajo bien reconocido y pagado, la inspiración amorosa o la necesidad de ganar terreno a la sordera a través de la composición, cuál sería la razón para que produjera en 1801 sonatas a destajo? A falta de certeza nos conformaremos de buena gana con gozar de sus obras ¡Vamos a los conciertos!

[Versión original de artículo publicado en la Revista Cultural Alternativas en Septiembre de 2014]



martes, 12 de agosto de 2014

Entrevista a Enrique Santos: un artista de los lentes y los sonidos


Enrique Santos Mazal es un compositor mexicano creador de obras solistas, de cámara y sinfónicas, muchas de las cuales han sido interpretadas por excelentes artistas en varios países, como su Obertura Simón Bolívar estrenada por la Orquesta Sinfónica de Riga en Moscú; sus Conciertos para Guitarra y para Clavecín y Orquesta de Vientos fueron ejecutados por la American Wind Symphony Orchestra en varias ciudades de Estados Unidos y Europa, y editados por Ediciones Peters; su música de cámara fue grabada por el Ensamble Quercus en un álbum íntegro dedicado a su producción; y sus piezas para piano grabadas por Aurelio León y María Teresa Frenk, entre otros pianistas que las han integrado a su repertorio.

Enrique Santos también es un óptico, un especialista en los fenómenos de la luz, maestro de más de 40 generaciones de médicos oftalmólogos del Centro Médico y de la Asociación para Evitar la Ceguera  (APEC); autor del libro de texto Apuntes para el Curso de Óptica Oftálmica y Fisiológica y dueño de una óptica desde hace 50 años.

Y, por si lo anterior no fuera suficientemente admirable, Enrique Santos es un hombre de 84 años, activo y productivo, vive al lado de su esposa Eva, con quien se casó a los 21, y juntos han visto crecer una familia que cuenta con hijos, nietos y hasta una pequeña bisnieta. Esa idea limitadora de que “no se puede todo en la vida” fue descartada por este hombre de ciencia que se permitió crear arte, por este artista que vive bien de un negocio propio y que ha tenido una vida larga y especialmente plena.

Tuve la fortuna de entrevistar a Enrique y a Eva, de ser recibida en su hogar y de escuchar su historia. Dicen que por los frutos se reconoce a los árboles, además de los encomiables frutos que esta pareja ha cosechado, en su calidez y trato amable se nota su grandeza humana. La entrevista fue larga, a continuación transcribo solo algunos fragmentos de la misma unidos de aquí y de allá alrededor de cuatro temas: el surgimiento de sus dos vocaciones, su formación con Rodolfo Halffter, cómo es su proceso creativo y cómo compagina sus dos profesiones.

¿Cómo surgieron las dos vocaciones?
Las 2 vocaciones vienen de mi familia, mi abuelito era compositor de la corte del Sultán Hamid al final del siglo XIX y principios del XX, después se acabó la monarquía en Turquía, entró la república y él dejó de escribir para el Sultán. (…) Y lo de óptico, la otra parte de mi familia han sido ópticos desde tiempos inmemoriales. (…) Me fui a estudiar a EUA, era yo muy travieso y me mandaron allá a estudiar y me gustó la cuestión de la ingeniería y entonces entré en el Tecnológico de Massachusetts (MIT) [A mi regreso] me acerqué a mi papá y a mi hermano mayor que tenían una óptica, en aquel tiempo era una óptica pequeña. Y allí me encontré con que los conocimientos que había sobre óptica en México estaban un poco bajos, así que me dediqué a traer libros y a estudiar estas cosas y a formar una base de un texto para poder conocer mejor la optometría. De allí algunas personas escucharon este asunto y me fueron pidiendo que les diera clases y así poco a poquito acabé dando clases de esto y escribiendo el libro de texto que hasta la fecha sigue siendo el que se utiliza en la escuela de Oftalmología.

Formación musical con Rodolfo Halffter
Después de que ya estaba yo en la cuestión óptica, ya matrimoniado y con hijos y todo, sentí la añoranza por la parte musical. En aquel tiempo era director del Conservatorio Nacional el maestro Joaquín Amparán, que había sido mi maestro de piano, fui a visitarlo y le dije:
-Yo quiero acercarme a la cuestión de la composición que la he tenido lejos. Ya tengo treinta y tantos años- le advertí.
-No le hace, te vamos a inscribir al solfeo y te vamos a inscribir con el maestro Rodolfo Halffter.
Y como yo ya le llevaba estas composiciones [Halffter] me dijo: -está bien, sí tienes lo necesario, me vas a hacer favor de ir al Conservatorio a mis clases de Análisis Musical-.  (…) Entonces comencé a asistir con el maestro Halffter a las 8 de la mañana y después me iba a la clase de solfeo con la maestra Eloísa [Ruíz vda. de Baqueiro]. Era pintoresco porque yo de treinta y tantos años y mis compañeros eran puros de 10 y 12 años. (…)  Iba en la mañana y después me iba a la óptica (…) Para todo había lugar, la composición era en la noche más o menos de las 10 pm a las 2 am aproximadamente.

De allí me acerqué con el maestro Halffter, era un compositor y un maestro muy bueno. Él seguía el sistema de Schönberg pero no el sistema serial, sino el sistema de enseñanza de Schönberg que consistía en analizar las sonatas de Beethoven, las obras de Bach, las fugas, etc. Y de acuerdo con el análisis te decía: -esto es lo que hicieron estas gentes, ahora a ver qué haces tú.

El maestro Halffter nada más nos dio análisis musical. En mi preparación para ingeniero aprendí una cosa que me ha sido valiosísima: me enseñó a aprender de los libros. Entonces lo que hice fue comprarme el del Orquestación de Rimski-Kórsakov, el de Walter Piston y el de Berlioz, me puse a leer todos esos libros.

Halffter siempre nos decía: -no escriban las cosas para hacerlas imposibles, bastante difícil es hacer que se las toquen. (…) Ese consejo que nos dio: “no inventar dificultades inútiles” es muy importante. (…) Si estás haciendo una obra, todos los días escribe aunque sea un compás para que estés en contacto con ella, eso le hace a uno que tenga la música en la cabeza.

Su proceso creativo
Primero tengo que tener una idea de qué es lo que voy a componer: si es una sonata, un concierto o qué cosa voy a componer y de acuerdo con eso me siento en el piano e improviso cosas allí (…) hasta que encuentro lo que el maestro Halffter llamaba “la idea generadora”, como un tema, pero la idea generadora es más bien la estructura de un tema, un tema está compuesto de varios elementos que se desprenden de la idea generadora y de lo que se trata es de ir expandiendo todos esos elementos.

Yo escribo directamente en tinta (…) voy escribiendo y lo que ya dejo escrito ya está bien, ya no tengo que estarle corrigiendo y cuando llego al final de una obra es cuando terminó. (…) Ya que terminé ese movimiento lo vuelvo a leer, ahora sí todo parejito, tocándolo si es posible y entonces sí, puedo encontrar alguna cosa, corregir aquí o corregir allá y pero prácticamente cuando llega uno al final del movimiento ya debe de estar hecho,  ya nada más es corregir pequeños detallitos.

Yo me sigo con una sola obra, siempre. [A veces] la dejo uno o dos días y le digo a mi señora: -ya me atoré, ya no sé para dónde.  Siempre me dice: –Espérate,  yo ya sé que al rato se te va a ocurrir algo. Y efectivamente, aunque esté uno trabajando, midiendo anteojos o lo que sea, dentro va el asunto y después de ese cocimiento, puede ser que en la tarde ya tiene uno lo que debe de seguir.

¿Cómo vive sus dos profesiones?
Yo normalmente entre semana me despierto al cuarto para las 5 y salgo a dar una vuelta por el jardín (…) Nos vamos de aquí a nuestro trabajo, comenzamos a las 8 la consulta con nuestros clientes y a la 1 de la tarde nos regresamos. Primero comemos, hacemos una siesta, escuchamos alguna cosita de Mozart, alguna cosa buena, y luego más tardecito como a las 6 ya me pongo a escribir música, escribo nada más 1 o 2 horas, no más de eso.

¿Le pasa que mientras está en la óptica se le vengan ideas musicales y corra a apuntarlas?
Sí me pasa pero no lo apunto, muy rara vez tengo que apuntarlo, generalmente lo que hago es guardarlo en la cabeza y seguirle dando vueltas para que cuando llegue yo aquí en la tarde la tenga más alambicada.

Al preguntarle sobre el cansancio de componer después de una jornada de trabajo respondió:
Pero es una cosa distinta ¿ve? Así se hace, el descanso real es cambiar de actividad, no es estar allí de vago.

¿Encuentra tanta satisfacción en el trabajo de la óptica como en la música?
Exactamente, y satisfacción con mi familia. Luego otra cosa que me da mucha satisfacción es hacer mi jardín (…) Ya cumplimos 50 años dedicados a la óptica, tenemos una clientela muy especial, amistosa, es como nuestro momento social.  Mi señora ha sido colaboradora [en la óptica], mi apoyo fundamental en la vida para todo: para la óptica, para la música, para la familia, para todo.


[Versión original del artículo publicado en la Revista Cultural Alternativas en Agosto de 2014]

miércoles, 9 de julio de 2014

Los eslabones perdidos


Nacimos sin internet, en nuestra infancia el correo nos forzaba a esperar semanas para recibir una carta de papel con una tipografía que era el rostro entintado del corresponsal, a veces ilegible. Un sistema de mensajería involucraba a una persona que llevaba “recados” y paquetes de un lugar a otro. Escribíamos con plumas y lápices, conversábamos en presencia de los interlocutores o escuchábamos su voz al teléfono. Las fotos se sacaban de 24 en 24 y uno tenía que esperar el revelado para poderlas desechar en caso de que no pasaran nuestra autocensura. Teníamos que ir al cine o conformarnos con las películas que nos programaban en la televisión abierta. Para disfrutar de la música íbamos a conciertos y solo podíamos comprar los boletos en taquilla. También la escuchábamos en casa a través de un reproductor de discos LP y casettes o la radio dentro del auto. Nacimos en otro mundo. 

Un disco LP era un bien precioso y delicado, se podía rayar u ondular con facilidad generando unas versiones alternativas a la música original poco deseables. Los discos tenían un lugar en el librero y una buena colección podía ocupar varios metros. Los había que solo se conseguían de importación, era necesaria una peregrinación a una tienda especializada para poder comprarlos. Allí te atendía un ser humano, por lo general un melómano que te recomendaba alguna versión o te hablaba de las novedades. Ir a la tienda era todo un paseo, una buena manera de pasar una tarde lluviosa mirando toda la música que uno deseaba tener pero no podía hacerlo. Los discos se buscaban, se sacaban, se tocaban, había algo erótico en el simple hecho de manosearlos a todos e imaginar qué tendrían dentro; como venían envueltos en plástico siempre nos generaban la duda, hasta comprarlo, de qué tan completa sería la información que contenía el papel, a veces folleto, que tenían dentro.  Los que nacimos sin dispositivos electrónicos personales sabemos que todo ese esfuerzo detrás de poseer la música, pasar las yemas de los dedos por los surcos del plástico y cuidar que la aguja caiga en el lugar preciso potenciaba el placer de la escucha.

En este mundo afortunado aún tenemos la opción de tener experiencias intensas, experiencias que involucren más que el sentido de la vista y del oído que son los que normalmente se estimulan a través de un dispositivo electrónico. Una experiencia musical en vivo es rica en significados no solo por la música que escuchamos, sino porque podemos ver cómo son los instrumentos, cuándo están tocando, qué nos dice el lenguaje corporal del intérprete y cómo nos retumban las vibraciones en las entrañas al punto de sentir que el sonido se materializa cuando estamos frente a una orquesta. Escuchar música en vivo es un acto comunitario en el que el público se involucra con el artista, convive con otros seres humanos y ejercita durante dos horas su tolerancia y su buena disposición a convivir de forma cordial o cuando menos de forma ordenada.

Por más fotos y videos que se puedan enviar rápidamente a través de una App nunca caerán más sabrosos que un abrazo. Por más música que podamos almacenar en un dispositivo electrónico jamás su escucha nos dará el placer del sonido vivo, de la cascada de vibraciones que se desprenden ante la presencia de un instrumento aún cuando su intérprete sea mediocre. Nosotros tenemos el poder de elegir cómo escuchar, las experiencias musicales más intensas requieren un mayor esfuerzo por nuestra parte, es verdad, pero vale la pena hacerlo. Cuando la oferta cultural nos brinde música en vivo no perdamos la oportunidad de experimentarla plenamente.

Nosotros, los que tenemos entre 40 y 60 años, somos los eslabones perdidos entre el LP y el iPod, los que disfrutamos de aquel mundo y disfrutamos también de éste; los últimos en testimoniar a aquél con plena conciencia de que, a pesar de que involucraba mayor esfuerzo, era placentero, ni mejor, ni peor. Nosotros necesitamos enseñar a los más jóvenes que participar en un acto comunitario y artístico llamado concierto es la mejor y más significativa forma de escuchar música.

[Versión original del artículo publicado en la Revista Cultural Alternativas en Julio de 2014]