“Aquí en los Cabos nunca pasa nada” dijo
con tranquilidad la anfitriona del hotel, “estará lloviendo todo el lunes y
seguro que el martes sale el sol”. Con esa confianza comenzamos nuestras
vacaciones el sábado por la tarde, sacando cosas de las maletas y haciendo el
súper para alimentar durante una semana a la familia: mi suegra, 3 cuñadas, 2
concuños, 2 gemelas de 1 año, 4 niños, mi esposo y yo.
El sábado por la noche una circular nos
avisó que el huracán había cambiado de categoría y que por ello al día
siguiente nos reubicarían a otras habitaciones del hotel más seguras ¡ay qué
lata, ya que acomodamos todo! Otra circular llegó la mañana del domingo y nos pidió que
dejáramos todo empacado y marcado en las tinas de la habitación y que nos
presentáramos en un salón con nuestras identificaciones, una almohada y un
cepillo de dientes porque durante el paso del huracán todos los huéspedes
estaríamos reubicados en un sitio seguro dentro del inmueble. Yo miraba a la
ventana y veía un mar calmo y un día nublado pero sin lluvia y pensaba: seguro
tanta precaución es para evitarse demandas. Vamos a preguntarles –dijo una de
mis cuñadas- si nos dejan quedarnos encerrados dentro de nuestras habitaciones.
Tan tranquilas estábamos que tanta precaución nos parecía una exageración, pero
bueno, había que obedecer por nuestra propia seguridad.
Ya listos para salir de la habitación,
en un santiamén comenzó a llover fuerte. Salí con mis niños, el viento nos
empujaba, a Inés la tiró; en el trayecto del cuarto al salón nos empapamos de
pies a cabeza y permanecimos mojados prácticamente hasta el día siguiente. Eran
apenas las 2 de la tarde, faltaban varias horas para que Odile tocara tierra.
El gerente general explicó que ese salón
estaba certificado como refugio por Protección Civil y que no dejaría salir a
nadie hasta que pasara por completo el huracán y un equipo evaluara que las
condiciones eran seguras para regresar a las habitaciones. Me resigné:
tendremos que pasar la noche aquí, pero seguro que mañana como a la 1 ya nos
dejarán salir. Cuando te advierten: se
puede ir la luz, no habrá aire acondicionado y pasarán mucho calor, uno se
imagina qué agobiante puede llegar a ser eso por unas horas, pero no te pasa
por la cabeza cómo lo vas a soportar durante días.
La gran familia, con cunas para las
gemelas, y con muchos otros huéspedes
fuimos ubicados en el corredor interno que conecta la zona de descarga
con la cocina, un pasillo largo largo que exige luz artificial para poder ver,
donde algo de viento corría, tuvimos
suerte, a otros les tocó en los pasillos de las oficinas o en los de las
escaleras que eran muy sofocantes, y a los menos afortunados en el gran salón
(refugio certificado) en donde a media noche se les cayó un pedazo de plafón de
tablaroca encima. Allí nos pusieron camastros de la playa con colchonetas y
toallas a manera de camitas.
Cerca de la hora en que el huracán
comenzó a tocar tierra, el personal del hotel nos daba sándwiches, bebidas
frías, toallas heladas para el calor, todos amables, sonrientes: aquí no va a
pasar nada. Imagino que así habrá sido en el Titanic antes de hundirse mientras
los pasajeros escuchaban música en el salón comedor. En ese momento estaba
segura que nada malo nos iba a pasar y que al día siguiente por la tarde o por
la noche comenzarían nuestras verdaderas vacaciones. Después de ésta
experiencia me cuestiono si tener “mente positiva” no atenta contra la
supervivencia.
Más tarde, mientras tapiaban todas las
puertas de salida con madera una persona repetía: ya nadie va a salir al baño.
Sentíamos cómo el viento cimbraba las puertas y escuchábamos cristalazos y
golpes. Gracias a las medidas de seguridad del hotel –que yo había creído exageradas-
nadie atestiguó escenas hollywoodenses: el viento levantando camas y
refrigeradores por los aires, cosa que sí sucedió, y nadie entró en pánico.
Cuando despertamos comenzaron las
noticias de radio pasillo, no había comunicaciones y por supuesto no se sabía
nada con certeza salvo que el huracán había sido devastador, el hotel estaba
seriamente dañado y nadie podría salir de allí. Había 2 baños para unos 500
huéspedes confinados a los pasillos internos. A las 8, todos reunidos en el
gran salón, mientras el gerente y su equipo nos informaban lo poco que sabían
se cayó delante nuestro otro pedazo de tablaroca del techo, eso sí nos puso a
temblar.
Pasamos un total de 3 noches y 4 días
como refugiados en la parte interna del hotel, con acceso a un pequeño claustro
con aire libre que estaba entre los baños públicos (rehabilitados
posteriormente) y el gran salón que para entonces había dejado de ser un
refugio certificado y se había convertido en zona prohibida. También podíamos
tomar aire y sol en la rampa del área de
carga y descarga donde habían reubicado los camastros de todos los que la
primera noche durmieron dentro del salón.
Dentro de los pasillos había goteras, unas
chicas, otras grandes, llovía todo el tiempo. Gracias a esa bendita lluvia
interna que fue recolectada por todos los recipientes que encontraron se
pudieron jalar los escusados cuando nos anunciaron que la reserva de agua
bajaba y que el agua potable estaría limitada a lavarse manos, cara y dientes.
Con el paso de las horas la vacación
frustrada, la incomodidad de dormir bajo goteras, el calor, la aglomeración,
las largas filas para comer, la falta de la higiene personal a la que uno está
acostumbrado y todo lo incómodo que nos estaba pasando era la situación más
afortunada de la región. Fuimos teniendo noticias de los saqueos, la rapiña, la
falta de luz, agua, comida, gasolina, comunicación y casas destruidas
¡Estábamos en la gloria! En un lugar seguro, en donde nunca nos faltó agua y
nuestras 3 comidas que, dicho sea de paso, siempre fueron muy sabrosas.
Con el paso de los días los otros
huéspedes habían adquirido identidad: la familia de Puebla que siempre estaba
elegante, los de Monterrey que nos ofrecían comida, los papás del infante que
se duerme escuchando a los hombres G, el médico militar, el gringo anacoreta
que sacó su colchón al claustro, los compadres que habían retirado el
compadrazgo por haberlos llevado a vacacionar durante un huracán… Nos
conocimos, conversamos, solidarizamos, nos compartíamos la poca información,
generamos un extraño vínculo que nunca había sentido: el vínculo entre
confinados.
Los verdaderos afectados por el huracán,
el personal del hotel Fiesta Americana, siempre tuvo una actitud increíble:
amables, positivos, serviciales, no exagero: heroicos. Tienen nuestro profundo
agradecimiento y admiración. Esa distancia entre huésped y personal se fue
acortado con el tiempo. Muchos de los huéspedes acabamos ayudándoles a trapear
(tarea básica debido a las goteras perenes) a mover escombro, a cargar, a
limpiar. Escuchamos sus cuitas, el no saber cómo estaba su casa y familia
porque no habían podido salir del hotel o su preocupación porque sus parientes
no tenían noticias de ellos ya que estábamos totalmente incomunicados. Varios
nos llevamos a casa el encargo de hablar por teléfono con sus madres para que
supieran que “estaban bien”.
Efectivamente el martes salió el sol y
nos dieron permiso de ir unas horas a la playa, a un cuadrito de playa limitado
por guardias y bandas amarillas donde no
llegaba el mar pero pasamos un par de horas felices haciendo castillos
adornados con conchitas y donde habían cavado un hoyo de medio metro que se
llenaba cuando alguna ola potente
llegaba hasta nosotros: un chapoteadero-arenero en el que nuestros hijos se
aferraban a la felicidad de la vacación. Para cerrar la tarde con broche de oro
nos bañamos con un chorrito de agua de lluvia que caía desde un desagüe del
tejado, pero eso sí, con jabón y shampoo. Para entonces ya habíamos podido ir a
recoger nuestras maletas para sacar ropa limpia y seca; y de paso ver con
horror cómo había algunas habitaciones totalmente destruidas, la que estaba
justo al lado de donde se iba a quedar mi suegra, por ejemplo.
Lo más difícil creo que fue la incomunicación
y la incertidumbre ¿Cuándo vamos a poder salir de aquí? La información oficial
era clara: afuera es más peligroso, incómodo e incierto. Aguántate. El
miércoles llegaron noticias del puente aéreo, de maniobras militares para sacar
a los turistas ¡todos a empacar, ya nos vamos! Después de unas horas de esperar
junto a nuestro equipaje en el área de carga y descarga, seguía sin aparecer un
puto camión para sacarnos de allí. ¡No por favor, una noche más aquí, NO!
A media tarde se restableció el teléfono
y entró al hotel la llamada de mi cuñada quien, junto con el resto de nuestras
familias, había estado explorando todas las opciones posibles para sacarnos de
allí. Esta vez la información era segura: había que salir inmediatamente hacia
el aeropuerto de San José en la camioneta que habíamos alquilado, habría un
vuelo que nos sacaría de allí ¿a dónde? Quién sabe, a dónde sea.
Cuando el avión despegó rumbo a
Guadalajara, no lo pude evitar: lloré y lloré. Todos los días de encierro había
que guardar la calma para tener claridad mental, ayudar a mis hijos a
interpretar la realidad de la mejor manera posible y no estresarlos, mantener
una actitud positiva porque, aprendí leyendo a Viktor Frankl quien las pasó
mucho peores, que uno tiene la libertad para decidir con qué actitud vivir las
cosas; pero cuando me sentí libre… de verdad me quebré, allí se me vino toda la
experiencia encima. Ahora toca digerirla.
Liz Espinosa Terán, 19 de Septiembre de 2014
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