jueves, 25 de abril de 2013

De chía, de horchata y de piano




De inspiración acuática hay música en todos los géneros y épocas, pero hay dos piezas que conjuntan el timbre del piano y el sonido del agua logrando una evocación tan elocuente que uno termina salpicado:  Las Fuentes de Villa de Este (S. 163) de Franz Liszt y Juegos de Agua de Maurice Ravel.

La primera fue compuesta en 1877 y en 1901 la segunda, las separan 24 años y etiquetas un tanto arbitrarias que tildan a uno de romántico y al otro de impresionista como si las obras no pudieran tener una identidad propia que trascienda el contexto histórico en que fueron creadas. Más allá de lo que arrojen los análisis armónicos, yo diría que son acuáticas, satisfacen la necesidad de expresar el inefable sonido del agua.

El musicólogo Alfred Einstein explica con sencillez un fenómeno propio del siglo XIX: “La música instrumental se convirtió en el medio preferido para expresar lo que no podía decirse, para comunicar algo profundo que la palabra era incapaz de transmitir”. Además, una nostalgia por la naturaleza rondaba la cabeza citadina de los compositores, colándose en sus obras a través de descripciones sonoras como los truenos que anuncian una tormenta, el piar de los pájaros o el ulular de un remolino.

En estas piezas para piano podemos percibir la cristalinidad, el salpicar de gotas, la fragmentación de un chorro, la sensación de la corriente, el blop blup de la inmersión o el plim de una gota que se estampa insertadas en música de alta calidad.

Para un observador atento los sonidos del agua son fascinantes,  variados en ritmo, altura y ataque; son música en sí mismos. Huyo de los CDs de relajación que usan el sonido del agua como fondo de melodías chabacanas, no deja de llamarme la atención cómo las personas oyen esos discos pero cuando tienen la oportunidad de escuchar la lluvia en vivo cierran sus ventanas y se ponen a ver la tele; pasan de largo frente una fuente y nunca asoman la cabeza en un pozo para escuchar el sonido de una piedra que se tiró un clavado.

Al escuchar ambas piezas me queda claro que Liszt y Ravel se abandonaban a la fascinación sonora que produce el líquido vital en movimiento, por eso compusieron estos sonoros juegos de agua.  

[Versión original del artículo publicado en la Revista Cultural Alternativas]