sábado, 1 de agosto de 2015

Crianza y creatividad musical

  
Tengo 41 años, me dedico a componer, a escribir sobre música y a criar a un niño y a una niña. Partiendo de esta circunstancia he decidido componerles un contrapunto literario entre la actividad creativa y la “criativa” donde el meollo del artículo es la lucha por el poder, por el poder concentrarme.

La crianza y la composición son actividades que requieren de una atención profunda. En el caso de los niños hacia sus necesidades, mismas que no siempre están claramente dichas como con el sonoro ¡Mamaaaá, quiero hacer pipí! Frecuentemente se expresan a través de sutilezas, de un lenguaje no verbal que solo desciframos los que convivimos de cerca y vamos observándolos y asociando esto con el recuento de su historia. En el caso de la música la atención profunda es para el sonido, con qué variables se presenta, qué representa, qué quiero expresar con él y lo más difícil ¿cómo voy a lograrlo?

Para componer yo necesito mucho tiempo, silencio y soledad porque son las condiciones mínimas para entrar en un estado creativo que nada tiene que ver con las musas dictando melodías, es simplemente que mi mente pueda enfocarse completamente en el sonido y pensar ¿Cómo suena esto? ¿Qué tal si lo combino con esto otro? ¿Y si mejor lo produce tal instrumento o fuente sonora? ¿Vendrá mejor si acelero el pulso?... Componer es plantearse diversos elementos sonoros, cuestionarlos, variarlos, reacomodarlos, repensarlos y después decidir qué hacer con ellos. Es un ejercicio mental intenso porque no se trabaja con objetos concretos y manipulables, todo se elabora con el pensamiento.

El psicólogo Mihály Csikszentmihalyi  describió como “Estado de flujo” al que sucede cuando uno está inmerso en una tarea de forma gozosa y concentrada, en el que se pierde la noción del tiempo, uno siente que tiene control personal sobre su actividad y en pocas palabras “acción y conciencia se fusionan”. La gran mayoría de nuestras actividades se llevan a cabo exitosamente con un grado menor de concentración, pero componer requiere forzosamente del estado de flujo. Eso es lo que necesito para crear y eso es precisamente lo que es difícil de lograr al criar niños pequeños.

“Un tiempo y un lugar para cada cosa” sería el principio para ordenar las dos actividades: cuando los niños están en el colegio es tiempo de concentrarse en crear música y cuando los niños están en casa es tiempo para convivir con ellos, atender a sus necesidades y cuidar su rutina:  ¡Pamplinas! en la vida real esto es una utopía.

Para comenzar, uno no entra en estado de flujo solo por sentarse frente al papel pautado y tomar el lápiz, hace falta irse metiendo poco a poco a él, como los perros que dan varias vueltas alrededor del tapete donde finalmente se echan. Mis vueltas consisten en preparar té, limpiar la mesa y limpiar la cabeza de pendientes, esas 25 cosas que rondan como mosquitos  molestos alrededor de mi frente: que no se me olvide comprar la cartulina que tiene que llevar mi hijo mañana al colegio; tengo que pagar la luz, hoy se vence; ay no me acordé de sacar la cita con el dentista; chin ¡ya no hay leche! voy a tener que pasar al súper, tengo que terminar el artículo para el viernes… Para espantar su zumbido las anoto en una lista y las conjuro.  Poco a poco la mente va cediendo a la seducción del sonido hasta que ya estoy dentro. Ah, pero hay algo incontrolable: el teléfono. No puede haber estado de flujo cuando irrumpen llamadas, notificaciones y aparece la foto de la Rana René mostrando su indolencia ante las más variopintas circunstancias.

Una vez alcanzado el anhelado estado de flujo se presenta el segundo problema: mantenerlo el tiempo suficiente. Los procesos creativos son procesos de transformación constante, como las plantas que requieren un tiempo largo para convertir una semilla en un árbol, con la diferencia de que a la semilla hay que cuidarla un poco cada día y dejar que la madre naturaleza haga el trabajo, mientras que en la composición si uno se para de la silla el proceso se interrumpe aparentemente, sospecho que continúa inconscientemente pero su materialización se detiene. El núcleo del conflicto está en que crear requiere una vida muy flexible, precisamente para poder mantener ese estado de flujo creativo cuanto sea posible y criar es una actividad que debe ser estructurada, no rígidamente pero sí de forma suficiente para dar certidumbre a los niños: mi mamá pasa por mí a la salida del colegio, después voy a comer, me baño en la noche, me dan un beso antes de dormir y cosas así que deberían de suceder más o menos a la misma hora.

Entre criar y crear no todo es conflicto, también hay muchas semejanzas. Ambos son procesos largos, llevan muchos años de constancia y atención; en su transcurso desarrollamos capacidades que nos son indispensables para soportar el proceso: tolerancia, paciencia, escucha, generosidad, resiliencia, profundidad para interpretar la realidad, discernimiento sobre lo que es importante y lo que no, así como estrategias de organización.

Prueba y error, en los niños como en la música no hay recetas, cada pieza y cada niño es único. Los libros sobre educación y los tratados de composición sirven para lo mismo: para encontrar la singularidad de lo que tienes enfrente y saber que no sabes nada hasta que intentas algo y evalúas su resultado. ¿Quién querría componer la misma obra varias veces?  Solo la persona que piense que puede educar a todos sus hijos de la misma manera. Educar y componer son cosa de respetar la identidad de cada ser y para descubrirla el mejor camino es prestarle atención al niño o al sonido y simultáneamente a uno mismo.


La semejanza más afortunada es la dicha que produce el criar y el crear. Todos sabemos que suponen dificultades, no hace falta describir las renuncias que demandan; lo importante es que en el día a día generan una satisfacción que va más allá del resultado, el proceso es un fin en sí mismo y el producto, los hijos y la música, algún día se emanciparán: los sonidos serán de quienes los interpreten y los escuchen y los adultos que criamos se irán.

[Versión original de artículo publicado por Liz Espinosa Terán en la Revista de la Universidad de La Salle en 2015]

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