Merecida o inmerecida la pena, en cualquier época y parte
del mundo ser un preso es terrible. Los testimonios de la vida cotidiana de los
reclusos están plagados de experiencias que nadie desearía tener. Sin embargo, hay
una vivencia que los relatos nos muestran como balsámica: la música.
También sabemos que perversamente ha sido un instrumento de
tortura, hay que reconocerlo, pero no deseo enfocarme al aspecto cruel de su
uso, sino al alivio que produjo y de hecho produce día a día en los condenados.
La música es un vehículo de supervivencia emocional para muchos presidiarios.
En las prisiones en las que se ha tolerado la actividad
musical han surgido conjuntos instrumentales y coros; internos que dan
conciertos y obras hijas de la celda cuyo estreno mundial fue interpretado por
reos y aplaudido por custodios. Un ejemplo célebre es el Cuarteto para el fin de los tiempos que Olivier Messiaen creó estando
confinado en un campo de prisioneros de guerra en Silesia.
Escribió Viktor E. Frankl, neurólogo y psiquiatra
superviviente de los campos de concentración nazis: “No cabe duda que las
personas sensibles acostumbradas a una vida intelectual rica sufrieron
muchísimo (su constitución era a menudo endeble) pero el daño causado a su ser
íntimo fue menor: eran capaces de aislarse del terrible entorno retrotrayéndose
a una vida de riqueza interior y libertad espiritual” [1].
La práctica musical nos dota de esa riqueza interior: a
nivel físico estimula el trabajo de nuestros hemisferios cerebrales, a nivel
emocional nos conecta con nuestros sentimientos permitiéndonos reconocerlos y a
nivel intelectual nos colma de símbolos. La libertad íntima no sólo no se
pierde siendo un recluso, puede ser potenciada a través del ejercicio del arte
sonoro. Incorpórea, la música no pasa controles de seguridad, entra y sale de
la cárcel liberando el espíritu de los que se quedan dentro.
Actualmente hay programas gubernamentales con buenos
resultados, en España y Argentina por ejemplo, para usar la música como una
herramienta terapéutica y de cambio que ayude a la readaptación social de los internos.
Las personas que no estamos purgando una condena también
tenemos creencias que nos hacen prisioneras, que producen un auto-secuestro
cotidiano. La práctica musical estimula la plasticidad de nuestro cerebro, la
conciencia de nosotros mismos y nos ayuda a cambiar estemos donde estemos. Por
eso hacer música es una actividad llena de sentido, sea cual sea nuestro
estatus penal.
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