Cuando era niña escuché
relatos sobre el Templo de San Juan Chamula en Chiapas que lo convirtieron en
una meca del turismo nacional para mí. La prohibición de fotografiarlo por
dentro y el celo que los Chamulas ponen en hacerla cumplir me generó una
curiosidad enorme y la determinación de verlo con ojos propios; cuando lo logré
encontré que escuchar ese sitio era tanto o más interesante que observarlo. Viajar
es llevar los oídos a otros lados.
Atravesamos los puestos y el
gentío de la plaza, en la entrada más que emoción por penetrar en el santuario
sentía nerviosismo de delincuente porque llevaba un micrófono dentro del saco para grabar los
cantos de los fieles y temía que mi estimado iPod fuera a correr la misma
suerte que cuentan sufrieron algunas cámaras fotográficas profanadoras.
Una vez que mis ojos tiranos
se saciaron de observar las hileras de velas, los santos de iconografías
alternativas, los rostros de devoción y los refrescos consagrados, se cerraron
y entonces mis oídos tomaron conciencia del sonido. Parada detrás de una
familia escuché el canto entonado a media voz por un padre suplicante. Supongo
que cantaba en maya-tsotsil porque yo únicamente entendía cuando nombraba a
algún santo cristiano.
Su canto tenía dos partes, cada sección constaba de
una frase que se repetía y se repetía facilitando así el estado de
concentración adecuado para orar; las secciones tenían métrica contrastante,
por lo que el cambio de una sección a otra me generaba una pequeña sacudida
rítmica. Así, hincados en el suelo cubierto de hojas, frente las velas, emitían
la cíclica melodía con absoluta devoción.
Escuchaba yo con tanta
concentración que durante un tiempo, sabrá Dios cuánto, desbancó todos mis
pensamientos, no existió para mí otra cosa que esa música que se convirtió en
mi universo ¡qué placentera es la contemplación del sonido!
Al dejar ese estado caminé
hacia el altar, conforme me acercaba el asombro se tornó en shock, surgió la polifonía:
los cantos religiosos por un lado y por el otro la versión más fea de Jingle Bells, la de las series de focos de
navidad que adornaban el altar. El canto devocional y el murmullo rezador
contaminados por el motivo “oh, blanca navidad” producido por los timbres chafas
de la industria china. Un sincretismo
accidental un tanto violento a mis oídos. Nada que ver con el que antaño se
produjo en los motetes en náhuatl atribuidos a Hernando Franco.
Conforme me alejaba rumbo a
la salida dejé atrás ese extraño sabor sonoro y pude retomar las melodías
cargadas de fe y, aunque no fui a misa, pude irme en paz, dando gracias Dios
porque las series de focos chinas nunca funcionan más allá de 30 días.
[Versión original a la publicada en la Revista Cultural Alternativas]
[Versión original a la publicada en la Revista Cultural Alternativas]
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