viernes, 5 de febrero de 2016

Rock, el otro Eje de la “modernidad leonesa”

La idea de un León “moderno”, es decir, de una ciudad que cambia su estilo de vida tradicional y abraza el ritmo y el estilo de vida de una metrópoli renovada, surgió en los años sesenta del siglo pasado. Un referente obligado para situar ésta transformación es la construcción del Eje López Mateos, obra pública altamente controvertida por los habitantes de la ciudad, inaugurada en 1964, que fue anunciada como la llegada de la modernidad a nuestra ciudad zapatera. 

El Eje queda como cicatriz utilitaria y simbólica de una ruptura, no solo de la traza de la ciudad que hacía confluir todos los barrios hacia el centro, sino de un estilo de vida donde toda diligencia comercial o social se resolvía en la plaza principal y sus alrededores, donde “todos eran conocidos”,  las familias convivían sin tanta prisa,  había un acuerdo más o menos común en la jerarquía de valores y un índice delictivo bajo.

Esos años de “adolescencia urbana” tienen su propia banda sonora, música que, al igual que el Eje, queda en la memoria como “lo moderno”, eso que se estaba escuchando mientras la ciudad adquiría una nueva identidad. De pronto, en la sala de las casas, el deseo desesperado de Pedro Vargas de que quede el infinito sin estrellas o que pierda el ancho mar su inmensidad pero el negro de unos ojos que no muera, fue rebasado en volumen por el de los Locos del ritmo que observaban caminar a una chica alborotada, un poquito alocada, que falda a la rodilla enseñaba la pantorrilla.

Los Locos del Ritmo fue la primera agrupación mexicana de rock (1959). Sus letras expresaban la necesidad de ruptura con tradición: “Les mostraremos a los viejos que amargados toditos están y aunque digan que tocamos música infernal… aviéntense todos”. La búsqueda de nuevos estereotipos de musas que pasaron de la “mujer divina, alabastrina” de Agustín Lara a la que: “… le gusta usar la falda sobre la rodilla, por coqueta y resbalosa le dicen la mantequilla, y todos se derriten llenos de emoción cuando la mantequilla baila rock and roll”. Exponían una conducta sexual que, para entonces, estaba socialmente velada: “Qué dirían de mi, que dirían de ti, que diría la gente si me viera todo el día haciéndote el amor…”  Al parecer los educadores leoneses en la década de los sesenta hacían advertencias moralistas sobre estos contenidos pero simultáneamente hacían la vista gorda y ponían los oídos prestos para escuchar rock.

Las estaciones de radio locales programaban a Los Rebeldes del Rock, Los Teen Tops, Los Black Jeans, después conocidos como Los Camisas Negras, y a los Hermanos Carrión. Los años sesenta también fueron de Jazz y de Bossa Nova, sin embargo, en León ambos estilos musicales  eran apreciados solo por un grupo pequeño de perfil más bien intelectual. Desde luego que, como en el resto de mundo, Elvis Presley o The Beatles sonaban por la mayoría de las consolas de madera situadas en la sala de las casas de esta ciudad en plena transformación.  Dime, León, qué escuchabas y te diré quién eras.

Ahora ya no somos todos conocidos, no ubicamos una estirpe de apellidos cuando nos presentan a alguien, no vamos a todos lados caminando, no nos sobra tiempo para charlar cuando nos encontramos en la plaza, no nos sentamos a escuchar música en sala de la casa, somos otros. Dime, León, qué escuchas y te diré quién eres.

[Versión original del artículo publicado por Liz Espinosa Terán en la Revista Cultural alternativas el mes de Febrero de 2016]

martes, 15 de diciembre de 2015

Eco


El eco de la fuente de la vida es una flor abierta, el pasmo de un beso que se escapa de la finitud y se eterniza, una mirada intensa, una promesa fantástica, el impacto de la luna sobre mi marea, el silencio que permite escuchar al todo vibrando. Un ser vivo es el eco de un orgasmo, de los átomos inquietos que han brincado incesantemente de un lado a otro para crearnos la ilusión de la materia, del espejo que refleja la mortalidad. El alma de un ser vivo es el eco de un deseo encarnado pero inconcluso, de la risa del primer niño brincando, del aroma de la madre de todas las madres y los brazos del padre de todos los padres. El deseo es el eco de la intimidad creada por el espacio entre tu nariz y la mía, de la supervivencia vehemente, de la incontinencia irracional, de la luz que no siempre seguimos, del calor que nos conmina, del sonido que presiente el futuro porque a futuro no quedará más que sonido, el sonido es el eco de la vida vibrando.
Liz Espinosa Terán, Junio de 2015.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Divertimento reflexivo sobre la transferencia de la música

¿Dónde habrá aleteado la mariposa que me causó un tsunami en el alma? Eso me pregunto cada vez que escucho una pieza musical que me transforma. Hay algunas que después de escucharlas te cambian la vida, otra especie de a.c. y d.c.  —antes y después de tal o cuál canción o,  para no vernos restrictivos, de la audición de cualquier obra musical—.

La realidad se transforma cuando cambiamos la narrativa sobre ella, es decir, cuando nos contamos nuestra propia historia desde otra perspectiva. Cada vez que re interpretamos el pasado, el presente se torna diferente. La música tiene el poder para darnos nuevas perspectivas desde las cuales narrarnos, intuyo que eso se debe a que porta la energía con la que se creó y allí donde se vierte el sonido se vierte también la carga energética, emocional y simbólica que la gestó.

Para ejemplificar lo anterior, imaginemos que algún día de 1824 un compositor cargado de rebeldía por los abusos del poder, y a la vez plenamente consciente de la dignidad humana, introdujo más notas de las esperadas en un acorde y lo enlazó con otro y otro y otro más de forma tan peculiar que el resultado musical fue un furioso grito de ¡Basta! seguido por la euforia de reconocer la fraternidad que nos iguala, nos dignifica y hace que la libertad sea el supuesto ético para convivir. La carga energética, emocional y simbólica de esa obra resuena por simpatía en el interior de todos los oyentes que en los años posteriores se han sentido impotentes, abusados, furiosos y, a la vez, merecedores de mejor trato, acreedores también de la alegría que produce todo aquello que ennoblece a las personas. Aquel hombre, Ludwig Van Beethoven,  emitió un revoloteo rítmico y melódico en el S. XIX  que retumbó en el S. XX mientras caía el muro de Berlín, hace 26 años.

Creo que las personas sensibles a la música no podemos vivir suponiendo ingenuamente que lo que escuchamos solo introduce sonidos en nuestra psique y provoca reacciones neurológicas en el cuerpo. Recibimos, además, el hálito del primer beso que le hizo saber al compositor que era digno de amor, o la contracción de sus entrañas ante la ira que sintió cuando lo educaron a palos, el tremor de sus orgasmos, la impotencia de una mente sagaz en un cuerpo discapacitado, el rítmico movimiento de las hojas que contempló durante un paseo por el bosque, la evanescencia del humo de la vela que apagó antes de ir a dormir y su intuición sobre el canto del creador que mora mas allá de la bóveda estrellada.

Todo lo que escuchamos nos inspira y nutre, es un potencial agente de resignificación y cambio, porque el viento sutil que produce una mariposa cuando bate sus alas puede llegar a ser un milagro en nuestra vida, por eso es tan importante saber elegir qué escuchar.

[Versión orgininal del artículo publicado por Liz Espinosa Terán en la Revista Cultural Alternativas en Diciembre de 2015]


lunes, 9 de noviembre de 2015

La cuerda


Desde el sillón ella lo vio entrar cargando la cuerda ¡otra cuerda! El miedo le subió como un temblor del vientre bajo a la garganta.
—Quita esa cara, querida, es simplemente que las cuerdas tienen algo fascinante.
—¿Y qué piensas hacer con ésta?
—Disfrutarla. Siente, mira qué tejido tan suave —Pasó delicadamente la cuerda por la mejilla de Isabel, mirándola a los ojos y buscando su complicidad. Cuando él se dio cuenta de que no podía transformar esa mirada de rabia en entusiasmo se alejó unos pasos con ademan de niño enojado—. La voy a colgar de esta viga y me voy a sentar en el sillón junto a ti para contempla...
—Rodrigo, no lo hagas ¿qué ganas?—interrumpió Isabel con tono desesperado.
—Ay, qué exagerada eres, mujer—. Dicho esto lanzó la cuerda por encima de la viga de la sala, dejándola expuesta de piso a techo, como si fuera una instalación artística, luego se sentó a su lado y la abrazó, después la beso intensamente. Ella cerró los ojos y sintió en ese beso todos los besos de su vida juntos, quería aferrarse a esa sensación de amor que había sido su sostén hasta el día en que se dio cuenta de que Rodrigo estaba seriamente dañado. Después de 5 segundos sintió náuseas y torció la boca.
—¡Vamos, Isabel, no me hagas esas caras. Si tan solo quisieras compartir conmigo esto—. Se paró rápidamente del sillón y trajo un banco de la mesa de la cocina.
—¡Desátame ya, Rodrigo! 
—Sí, solo que antes voy a anudar mi cuerda nueva. —Isabel miró cómo él medía la cuerda alrededor de su cuello y comenzó a llorar— Siempre has sido tan sensible, no comprendo porqué no compartes conmigo el placer de sentirte abrazada por las cuerdas—. Decía esto mientras preparaba una horca.
—¡Basta Rodrigo, deja de hacer esto! —Le gritaba con las mandíbulas trabadas, frunciendo la nariz y enterrándose las propias uñas en las palmas de las manos— ¡Déjame libre!
Rodrigo se subió al banco y se puso la soga al cuello.
—No, Rodrigo, no lo hagas.
—Tranquila, Isabel, solo estoy divirtiéndome un poco, he estado tan estresado que necesito algo que me relaje, bailar un poco, por ejemplo, ¡qué tiene de malo bailar! Tu y yo lo hemos hecho tantas veces juntos —Le decía mientas hacía tambalear el banco sobre el cuál estaba parado—. Eres tan melodramática, bonita,  ¿qué no ves que solo estoy bailando? bailando el baile de la soga.
—Bájate de ahí ¡no me hagas esto, desátame! Rodrigo por favor, te lo suplico, deja de moverte y baja ¡Desátame! No me obligues a ver cómo te suicidas.
—Entonces cierra los ojos.


Liz Espinosa Terán

9 de noviembre de 2015

miércoles, 4 de noviembre de 2015

La migración material del sonido

Los humanos buscamos adueñarnos de lo que nos da placer para que esté a nuestra disposición, para que se repita a nuestro antojo, pero ¿cómo poseer un arte que es sonoro? Eso ha sido uno de los problemas que han tratado de resolver los músicos durante siglos: materializar el sonido sublime para poder manipularlo, llevarlo, traerlo, reproducirlo  ¿cómo atrapar algo fugaz? 

La memoria fue durante siglos el único contenedor de la música pero, como es un saco roto, por lagunosa e infiel fue sustituida por inscripciones en estelas funerarias o en pergaminos, estas inscripciones perduraban en el tiempo pero carecían de precisión. En el siglo IX comenzaron a escribir caracteres quironímicos sobre los textos de libros eclesiásticos que dibujaban giros melódicos, que si bien no indicaban una altura concreta al menos daban una idea de cuándo se hacía más aguda o grave la melodía asociada a las oraciones o salmos.

Durante los siglos X, XI y XII se fue desarrollando dentro de la Iglesia Católica una forma de notación cada vez más preciso hasta que en el S. XIII terminó por establecerse un sistema que indicaba con claridad qué nota debería sonar y durante cuánto tiempo. Así, en los libros de coro de las abadías, se pudo contener música por primera vez en la historia, sin embargo solo unos cuantos podrían tener acceso a ella, solo los monjes educados podían abrir el libro y escuchar en su mente motetes polifónicos.

De los libros de coro y los cancioneros palaciegos cuidadosamente elaborados a mano, arte objeto y soporte material de las partituras, se pasó a los primeros libros impresos. Durante el siglo XVI, Ottaviano Petrucci y Pierre Attaigant desarrollaron técnicas de impresión para editar piezas renacentistas, popularizando así la posesión y reproducción musical.

Una partitura es como un mapa muy preciso y claro, pero un mapa nunca será el territorio que describe. No fue hasta 1857 en que se desarrolló un dispositivo capaz de grabar una vibración sonora, el fonoautógrafo; y 20 años más tarde, Thomas Alva Edison logró generar un cilindro de cartón, primero, y uno de cera sólida, después, en donde grabar las ondas sonoras y reproducirlas en un fonógrafo. Este es el punto de inflexión en la búsqueda de la posesión musical.

Desde el S. XX cualquier ignorante del solfeo puede apoderarse de la música si se adueña del soporte material que la contiene y del dispositivo para reproducirla. Puede escuchar ese todo que la compone: la intención con la que el intérprete emite los sonidos, su sello único para ejecutar alturas, ritmos o dinámicas; la vibración que se introduce en nuestro cuerpo y que jamás lograría penetrar ni con un ejército de plicas y neumas muy bien impresos. El fin de la autocracia musical, el principio ¿del comunismo? No, no es para tanto.

La música migró de un soporte material analógico al otro: de los cilindros a los discos de vinilo que comenzaron a popularizarse en la década de los 20 del siglo pasado y que se reproducían en un gramófono; luego al cassette de cinta magnética en los años sesenta, teniendo un auge en los años 80 gracias a que también se comercializó un reproductor portátil, el Walkman, que transformó con rapidez la cultura de escuchar música sedentariamente a la posibilidad de llevar la propia música a todos lados. Se podía escuchar lo que quisieras, donde quisieras, cuando quisieras, sin embargo aún se tenía el problema de tener que cargar con todas las cajitas de aquí para allá.

Los medios analógicos para contener música fueron reemplazados por medios digitales durante los 2 decenios finales del S. XX. En vez de atrapar el sonido en surcos u orientaciones continuas de partículas magnéticas se le  pescaba en una red de ceros y unos. Los legos de la tecnología pensábamos ¡qué locos esos que pagan tanto dinero por un Laserdisc, pudiendo comprar un cassette! Hasta que finalmente llegó al mercado una opción más económica, una verdadera plaga: el disco compacto.

A partir de que la música se pudo almacenar digitalmente a través de distintos formatos como MP3 o WAV, entre otros,  proliferaron diversos soportes materiales del sonido: CD, DAT, DVD, memoria flash, la memoria de una computadora, disco Blu Ray o reproductores de audio digital, tipo iPod, de los que actualmente hay de todos tamaños, colores y marcas en el mercado. Toda nuestra música en un solo lugar.

Los teléfonos inteligentes han dejado a un lado la idea de “coleccionar música” porque ahora podemos escuchar casi todo a través de la transferencia de archivos de audio por internet si nos suscribimos a las diversas fonotecas digitales que existen. Tenemos a nuestra disposición casi todo lo que deseamos escuchar ¡Es la Jauja de la disponibilidad sonora! Aunque paradójicamente ya no somos propietarios de nada más que de un dispositivo para conectarnos a una nube de música, todo vuelve a estar, como al principio, en una memoria, solo que ya no habita dentro de nuestra cabeza.

[Versión original del artículo publicado por Liz Espinosa Terán
en la Revista Cultural Alternativas en noviembre de 2015]