viernes, 3 de junio de 2016

La Vista a Mario

Más allá de ser un compositor, Mario Lavista es un explorador sonoro. Ha atravesado por las serendipias de la aleatoriedad y el uso posmoderno de citas musicales. Apostó también por la fecundidad de la improvisación en conjunto a través del grupo Quanta. Retó en su música de cámara a los instrumentos tradicionales, y a sus ejecutantes, para que emitieran sonidos innovadores con un sentido estético –cosa que intentan casi todos los compositores contemporáneos pero no siempre logran–. En 50 años de carrera ha logrado integrar la técnica tradicional occidental con sus hallazgos y producir obras interesantes, muchas de ellas dotadas de una personalidad tal que nos remiten sin dudar a su autoría.

Tejedor de historias, de artes y música, ha reescrito para coro y orquesta las aventuras del gigante Gargantúa (François Rabelais), ése que subido en el campanario de Nuestra Señora de París rebautizó con orina a la ciudad y a todo parisino descuidado que pasara por allí. Trasmutó a sonido la atmósfera que envolvía a Felipe ante el misterio inquietante de los ojos verdes de Aura (Carlos Fuentes).  Usó el piano para evocar a los 30 pájaros que se perciben como el Simurg y al Simurg percibiéndose como cada uno de ellos y todos ellos, acorde al Manual de Zoología Fantástica de Jorge Luis Borges. Creó con su pieza para flauta y piano Las bailarinas de Degas, lo que yo imagino un complemento sonoro, ya inseparable, de los cuadros del pintor impresionista.

Si uno analiza su biografía verá que ha tenido la inteligencia de estar en el momento  y en el lugar adecuado para poder nadar en la corriente principal de la creación musical del S. XX: el Taller de Composición del Conservatorio Nacional en los sesenta y poco después en París como discípulo de Jean-Étienne Marie y Henri Pousseur; así como en los Cursos Internacionales de Música Contemporánea en Darmstadt. Ese joven Mario pasó de ser el discípulo de Carlos Chávez y de Karlheinz Stockhausen, al maestro de Gabriela Ortiz, Ana Lara, Ramón Montes de Oca y Juan Fernando Durán. Finalmente se ha convertido en uno de los compositores mexicanos más reconocidos y ejecutados a nivel internacional.

 
Su impulso creativo, que no tenía porqué agotarse en el arte sonoro, lo llevó a fundar Pauta, la revista mexicana impresa más seria sobre teoría y crítica musical; a escribir, a dar cursos y dictar conferencias. Tal ha sido su aporte a la cultura nacional, a través del sonido y la palabra, que tiene el alto honor de ser miembro de El Colegio Nacional y del Seminario de Cultura Mexicana.

Se puede leer mucho sobre Mario Lavista porque ya está dentro de esos libros académicos que son la referencia obligada para comprender la historia de la música en México, en cientos de textos de revistas y en la Internet; pero nada mejor que escucharlo. Hay que dejarnos guiar por este compositor a través de esos territorios que ha explorado y fascinarnos ante la fusión de un oboe y una copa de cristal vibrante (Marsias) o ante la transformación del arte abstracto de Ricardo Mazal en una pieza para piano preparado, percusiones y oboe que mágicamente nos sitúa al pie de esa “preciosa joya de nieve”, la montaña sagrada tibetana Kailash. Todo es cosa de entregarnos a los armónicos que emiten las cuerdas para percibir los Reflejos de la noche, de seguirlo a ojos cerrados hasta esos universos sutiles que ha logrado crear. Mudemos allí los oídos para que el alma retorne a su cuna. No hace falta leer más.



[Versión original de artículo publicado por Liz Espinosa Terán en la Revista Cultural Alternativas en Junio de 2016]

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