Más allá de ser un compositor, Mario
Lavista es un explorador sonoro. Ha atravesado por las serendipias de la
aleatoriedad y el uso posmoderno de citas musicales. Apostó también por la
fecundidad de la improvisación en conjunto a través del grupo Quanta.
Retó en su música de cámara a los instrumentos tradicionales, y a sus
ejecutantes, para que emitieran sonidos innovadores con un sentido estético –cosa
que intentan casi todos los compositores contemporáneos pero no siempre logran–.
En 50 años de carrera ha logrado integrar la técnica tradicional occidental con
sus hallazgos y producir obras interesantes, muchas de ellas dotadas de una
personalidad tal que nos remiten sin dudar a su autoría.
Tejedor de historias, de artes y música,
ha reescrito para coro y orquesta las aventuras del gigante Gargantúa
(François Rabelais), ése que subido en el campanario de
Nuestra Señora de París rebautizó con orina a la ciudad y a todo parisino
descuidado que pasara por allí. Trasmutó a sonido la atmósfera que envolvía a
Felipe ante el misterio inquietante de los ojos verdes de Aura (Carlos Fuentes). Usó el piano para evocar a los 30 pájaros que
se perciben como el Simurg y al Simurg percibiéndose como cada uno
de ellos y todos ellos, acorde al Manual de Zoología Fantástica de
Jorge Luis Borges. Creó con su pieza para flauta y piano Las bailarinas de Degas,
lo que yo imagino un complemento sonoro, ya inseparable, de los cuadros del
pintor impresionista.
Si uno analiza su biografía verá que ha
tenido la inteligencia de estar en el momento
y en el lugar adecuado para poder nadar en la corriente principal de la
creación musical del S. XX: el Taller de Composición del Conservatorio Nacional
en los sesenta y poco después en París como discípulo de Jean-Étienne Marie y
Henri Pousseur; así como en los Cursos Internacionales de Música Contemporánea
en Darmstadt. Ese joven Mario pasó de ser el discípulo de Carlos Chávez y de
Karlheinz Stockhausen, al maestro de Gabriela Ortiz, Ana Lara, Ramón Montes de
Oca y Juan Fernando Durán. Finalmente se ha convertido en uno de los
compositores mexicanos más reconocidos y ejecutados a nivel internacional.
Su impulso creativo, que no tenía porqué
agotarse en el arte sonoro, lo llevó a fundar Pauta, la revista
mexicana impresa más seria sobre teoría y crítica musical; a escribir, a dar
cursos y dictar conferencias. Tal ha sido su aporte a la cultura nacional, a
través del sonido y la palabra, que tiene el alto honor de ser miembro de El
Colegio Nacional y del Seminario de Cultura Mexicana.
Se puede leer mucho sobre Mario Lavista
porque ya está dentro de esos libros académicos que son la referencia obligada
para comprender la historia de la música en México, en cientos de textos de
revistas y en la Internet; pero nada mejor que escucharlo. Hay que dejarnos
guiar por este compositor a través de esos territorios que ha explorado y
fascinarnos ante la fusión de un oboe y una copa de cristal vibrante (Marsias)
o ante la transformación del arte abstracto de Ricardo Mazal en una
pieza para piano preparado, percusiones y oboe que mágicamente nos sitúa al pie
de esa “preciosa joya de nieve”, la montaña sagrada tibetana Kailash.
Todo es cosa de entregarnos a los armónicos que emiten las cuerdas para
percibir los Reflejos de la noche, de seguirlo a ojos cerrados hasta esos
universos sutiles que ha logrado crear. Mudemos allí los oídos para que el alma
retorne a su cuna. No hace falta leer más.
[Versión original de artículo publicado
por Liz Espinosa Terán en la Revista Cultural Alternativas en Junio de 2016]