No vale la pena ser escuchada, merece
el olvido por aburrida, por copiona y por güevona ¡Qué la borren de todo
soporte material que permita su reproducción ad infinitum!
No importa quién la compuso, ni quién
la interpreta, lo que importa es que no te quite tu valioso tiempo, que no
prestes oídos a aquello que lejos de llenarte el alma va a molestar tu mente.
¿Con qué criterio puedo calificar una
música como chatarra?
Cuando de comida se trata, casi todos
tenemos muy claro qué cosas deberíamos evitar consumir: alimentos saturados en
grasas, azúcares refinados o químicos añadidos; esos que pueden darnos un
somero placer pero dañan más al cuerpo de lo que lo nutren. Con la música pasa
algo parecido, solo que es difícil generalizarlo porque a nivel fisiológico
somos más parecidos que en lo psicológico. La diferencia estriba en que lo que
es psíquicamente nutritivo para unos no lo es para otros, aquello que conduce
al bienestar es totalmente relativo cuando hablamos de arte sonoro. Por eso no
me atrevería a hacer un bando que proscriba una sola pieza, nada más expongo
aquí los criterios más sencillos con los que yo saco de mi vida aquello que no
alcanza el mérito suficiente para entrar por mis oídos.
La música valiosa nos llena en por lo
menos 3 niveles: físico, intelectual y emocional. Partiendo de esta base, vale
la pena oír aquello que a nivel físico nos produce sensaciones placenteras, nos
compele a movernos: desde un pulsado movimiento del dedo hasta pararnos a
bailar vigorosamente; aquello que produce cambios físicos, vibraciones, que a
veces nos acelera el corazón y a veces relaja nuestros músculos, que nos hace
contener el aliento o nos arranca un suspiro, sea cual sea la reacción del
cuerpo, la música que lo impacta y despierta merece entrar dentro de él.
Si una pieza no logra retener nuestra
atención hasta el final es un mal síntoma. Eso sucede generalmente con aquello
que no es interesante. Lo interesante está dirigido a satisfacer nuestra parte
intelectual, normalmente eso sucede cuando hay algo original en la música, algo
que nos atrapa porque sus elementos: el ritmo, la melodía, la armonía, el
timbre, la textura, la dinámica, la estructura… están usados de una forma que
no habíamos escuchado antes y entonces nuestra mente se pone alerta, acalla la
vorágine de pensamientos que pululan dentro y se dispone a escuchar con
detalle. Uno no debe llevar una dieta sonora de “pan con lo mismo” porque se le
ponen fofos los oídos. Puede ser, sin embargo, que sea una obra grandiosa,
calificada así por la historia, y que aún no estemos maduros para escucharla,
entonces lo mejor será ponerla en la lista de “algún día” y atender aquello que
nos atrape aquí y ahora.
El poder para conmover de la música
es enorme y casi todos los humanos nos valemos de él, consciente o
inconscientemente, para transformar nuestro estado interior y contactar con las
emociones que necesitamos. No olvidemos que las emociones son la guía de turistas
de nuestro mundo interno y hay que ponerles atención si no queremos perdernos
dentro de los vericuetos de nuestro ser. Una pieza que no nos hace sentir nada,
que nos deja igual que como estábamos, carece de poder, ni fu ni fá para el
corazón ¿porqué conformarnos con cualquier insulsada musical si hay más obras
interesantes y emocionantes de las que podemos escuchar en toda una vida?
El placer, como la tierra, es de
quien lo trabaja. El que busca buena música la encuentra, por eso tenemos que
destinar el tiempo y la energía para allegarnos obras que nos llenen a nivel
físico, intelectual y emocional. Quien consume irreflexivamente lo que le ponen
los medios que lo circundan rara vez sentirá un verdadero placer escuchando
música. Si nada más consumimos música chatarra, nuestro ser estará desnutrido.
[Versión original del artículo publicado por Liz Espinosa Terán en la Revista Cultural Alternativas el mes de Junio de 2015]
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