Respetable profesor:
Comprendo que usted es un
gran artista que a pesar de sus años y esfuerzos no ha sido retribuido con la
fama y el dinero que su talento merece, pero por favor ¡no me contagie de su
amargor! Deje de decirme que no soy suficientemente buena para tocar en la
audición, mejor otórgueme su confianza, si usted creyera en mí, yo me pondría
menos nerviosa al tocar y terminaría por confiar en mí misma.
Imagino que debe ser
cansado y desesperante escuchar todos los días alumnos que no le darán la fama
de “el gran maestro de fulano…” pero míreme como un ser que tiene un proceso. Piense
que bajo su guía paciente podré desarrollar mi sistema nervioso, conciencia y
musicalidad.
Sé que me debe de exigir,
que debe de corregir mi afinación, el ritmo, la dinámica o los ataques, pero
exigir es ante todo decirle al alumno “porque sé que puedes, te pido que lo
hagas bien” No es ponerse en una postura de neurótica intolerancia hacia los
muchos errores que cometo en mi aprendizaje.
Sabe maestro, ya no
estamos en el siglo XIX, hay muchos pedagogos que han escrito que la letra no
entra con sangre, mucho menos la música.
No le pido que vaya a la clase a jugar conmigo o a entretenerme, no es mi nana,
es una autoridad que también merece mi respeto. Solo le pido que se de cuenta
de que cuando usted me enseña a tocar un instrumento, o a cantar, me enseña
mucho más que eso, me enseña a ser un ser humano.
Enséñeme a comprender en
profundidad la música, a buscar desarrollar mi persona en el estudio paciente,
gradual y confiado de mi instrumento; enséñeme que soy un ser digno de ser
escuchado aunque no sea un intérprete perfecto y, sobre todo, muéstreme el amor
con el que vive la música para que yo también aprenda a amarla.
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