El dolor es una prisión hedionda, una
intolerable cuenta de segundos en el mundo de las cifras infinitas; un hachazo de conciencia entre el significado
del “antes” y del “después”, pero el dolor es también un animal metamórfico que
puede transformarse en amargura, en coraje, en inadaptación o puede adoptar la
forma de empatía humanitaria, de entereza, de activismo o de arte. La gran
mayoría de las veces no decidimos sufrir, nos toca padecer y punto. Lo que sí
podemos decidir es qué hacer con el sufrimiento: convertirlo en un pretexto
para sabotearnos la existencia o en un recurso para tener a futuro una vida más
satisfactoria.
La psicología ha adoptado de la física
la palabra resiliencia para describir la capacidad de afrontar la
adversidad y salir fortalecido. El neurólogo, psiquiatra, psicoanalista y
etólogo francés Boris Cyrulnik se
refiere a ella como la capacidad para retomar el desarrollo después de una agresión
traumática, sea física o afectiva, social o cultural. Insiste en que la
resiliencia no depende únicamente del sujeto que padeció el choque emocional, sino de
su entorno afectivo y social. Es indispensable que la persona
afectada pueda apoyarse en otros seres que la contengan y la acompañen para que
logre ser resiliente. También la música puede ser usada como un vehículo para la
resiliencia en diferentes formas.
La música
puede facilitar ese vínculo que necesitamos para sentirnos acompañados en el
proceso de superación de un evento traumático. Cyrulnik dice que una
canción, por ejemplo, es un medio para que dos personas puedan contar una
historia que cuesta trabajo relatar y que además podría incomodar a quien la
oye porque su crudeza produciría un dolor tan grande que uno no tendría fuerzas
para expresarlo y el otro para recibirlo. La escucha de la canción establece un
vínculo entre ambas alrededor del evento a superar. El vínculo es la condición
inicial para que la persona que sufre pueda ser resiliente: conectarse con otro ser humano empático
y recibir compañía. Es extremadamente difícil ser resiliente en soledad.
La
imaginación y la creatividad musical son recursos para sobreponerse a periodos
de dolor físico o emocional. Se ha
estudiando, según Cyrulnik, que varios
cineástas, escritores, pintores y músicos fueron niños resilientes, porque es
en el albergue de lo imaginario donde se puede soportar el horror de lo real,
porque ese lugar idílico y hermoso que esta en nuestra mente nadie nos lo puede
arrebatar. Refugiarse en la ensoñación,
acto tan característico entre las personas creativas, no es privativo de los
artistas. Todos podemos ser abrigados por la música y sanar escuchando o
creando música, no hace falta saber solfeo o tener un instrumento para para
percutir cazuelas y puertas, o para cantar un tremendo “auch de pecho”. La
música es terapéutica porque expresa, contiene, acompaña y transmuta una lesión
en sonido.
A veces la obra musical funciona como el
mensajero que nos indica el dolor cuando ni nosotros mismos podemos verlo
porque se nos hace como un monstruo tan feo y tan fuerte que preferimos
atraparlo en el cajón de la inconsciencia y ponerle un candado. Ese monstruo prisionero
cada vez se enoja más, da alaridos y una lata tan tremenda que hasta puede
llegar a enfermarnos. La música es la lámpara para que alumbremos el bestiario
del alma. Es una compañera para quitar cerrojos, sacar al monstruo,
contemplarlo y ver que no quiere arruinarnos el día, solo quiere un abrazo,
porque aunque sea tan monstruoso es parte de nosotros. Entonces la música, esa
que se te clava como puñal en el corazón, te está diciendo: tu también
necesitas un enorme abrazo. Y ese es el momento de salir a buscar unos brazos
amorosos que soporten tu dolor, unos ojos que te miren con fe y unos labios
que, antes de besarte, te digan convencidos: vas a estar bien.
[Versión original de artículo publicado por Liz Espinosa Terán para
la Revista Cultural Alternativas en Mayo de 2016]