Nacimos
sin internet, en nuestra infancia el correo nos forzaba a esperar semanas para
recibir una carta de papel con una tipografía que era el rostro entintado del
corresponsal, a veces ilegible. Un sistema de mensajería involucraba a una
persona que llevaba “recados” y paquetes de un lugar a otro. Escribíamos con
plumas y lápices, conversábamos en presencia de los interlocutores o
escuchábamos su voz al teléfono. Las fotos se sacaban de 24 en 24 y uno tenía
que esperar el revelado para poderlas desechar en caso de que no pasaran
nuestra autocensura. Teníamos que ir al cine o conformarnos con las películas
que nos programaban en la televisión abierta. Para disfrutar de la música
íbamos a conciertos y solo podíamos comprar los boletos en taquilla. También la
escuchábamos en casa a través de un reproductor de discos LP y casettes o la
radio dentro del auto. Nacimos en otro mundo.
Un
disco LP era un bien precioso y delicado, se podía rayar u ondular con facilidad
generando unas versiones alternativas a la música original poco deseables. Los
discos tenían un lugar en el librero y una buena colección podía ocupar varios
metros. Los había que solo se conseguían de importación, era necesaria una
peregrinación a una tienda especializada para poder comprarlos. Allí te atendía
un ser humano, por lo general un melómano que te recomendaba alguna versión o
te hablaba de las novedades. Ir a la tienda era todo un paseo, una buena manera
de pasar una tarde lluviosa mirando toda la música que uno deseaba tener pero
no podía hacerlo. Los discos se buscaban, se sacaban, se tocaban, había algo
erótico en el simple hecho de manosearlos a todos e imaginar qué tendrían
dentro; como venían envueltos en plástico siempre nos generaban la duda, hasta
comprarlo, de qué tan completa sería la información que contenía el papel, a
veces folleto, que tenían dentro. Los
que nacimos sin dispositivos electrónicos personales sabemos que todo ese
esfuerzo detrás de poseer la música, pasar las yemas de los dedos por los
surcos del plástico y cuidar que la aguja caiga en el lugar preciso potenciaba
el placer de la escucha.
En
este mundo afortunado aún tenemos la opción de tener experiencias intensas,
experiencias que involucren más que el sentido de la vista y del oído que son
los que normalmente se estimulan a través de un dispositivo electrónico. Una
experiencia musical en vivo es rica en significados no solo por la música que
escuchamos, sino porque podemos ver cómo son los instrumentos, cuándo están
tocando, qué nos dice el lenguaje corporal del intérprete y cómo nos retumban
las vibraciones en las entrañas al punto de sentir que el sonido se materializa
cuando estamos frente a una orquesta. Escuchar música en vivo es un acto
comunitario en el que el público se involucra con el artista, convive con otros
seres humanos y ejercita durante dos horas su tolerancia y su buena disposición
a convivir de forma cordial o cuando menos de forma ordenada.
Por
más fotos y videos que se puedan enviar rápidamente a través de una App nunca caerán más sabrosos que un
abrazo. Por más música que podamos almacenar en un dispositivo electrónico
jamás su escucha nos dará el placer del sonido vivo, de la cascada de
vibraciones que se desprenden ante la presencia de un instrumento aún cuando su
intérprete sea mediocre. Nosotros tenemos el poder de elegir cómo escuchar, las
experiencias musicales más intensas requieren un mayor esfuerzo por nuestra
parte, es verdad, pero vale la pena hacerlo. Cuando la oferta cultural nos
brinde música en vivo no perdamos la oportunidad de experimentarla plenamente.
Nosotros,
los que tenemos entre 40 y 60 años, somos los eslabones perdidos entre el LP y
el iPod, los que disfrutamos de aquel mundo y disfrutamos también de éste; los últimos
en testimoniar a aquél con plena conciencia de que, a pesar de que involucraba
mayor esfuerzo, era placentero, ni mejor, ni peor. Nosotros necesitamos enseñar
a los más jóvenes que participar en un acto comunitario y artístico llamado concierto
es la mejor y más significativa forma de escuchar música.
[Versión original del artículo publicado en la Revista Cultural Alternativas en Julio de 2014]